«EMPATÍA» DE MIRIAM DÍAZ GONZÁLEZ

La clase pasa lentamente, como si el reloj estuviese activado a cámara lenta. La profesora no deja de hablar sobre cosas que a nadie le interesan, pues lo único que queremos todos es salir corriendo de esta clase. Y llega el momento en el que la profesora se desvía eternamente y no vuelve al temario hasta la próxima clase, en la que sin duda alguna se volverá a descarrilar. ¿Sobre qué nos hablará a continuación? Nunca se sabe. En la última clase nos habló sobre el olvido y en la antepenúltima sobre un partido de fútbol. De pronto, empieza a hablar sobre las guerras. Guerras de todo tipo: familiares, entre amistades, escolares, políticas. Comienza a hablar sobre las discusiones familiares y con este temario aguanta diez minutos sin cambiar de tema. Después, dando un paso más allá, sigue hablando sobre las discusiones independentistas, con este tema dura quince minutos. Y así sin más, sin avisar, continua hablando sobre las guerras. O mejor dicho, sobre la guerra. En seguida se apodera de mi un sentimiento de impotencia y angustia. Empieza a contar como si nada que algunas familias ya están muriendo del frío congeladas. Empieza a enumerar las últimas hazañas desgarradoras de Putin y le corta así las ataduras a la parte oscura de mi imaginación. Esta sale volando y comienza a imaginar terribles imágenes en las que no quiero volver a pensar jamás. El deseo de dañar al dictador arde en mi interior y el fuego no hace más que crecer, como si la diosa griega de la furia, Lisa, estuviese arrojando a la llama más madera, alimentando así mi ira. Mis ojos escuecen y se hinundan con agua, pero no es un agua cualquiera, no. Es un agua cargada de tristeza, como si hubiesen recogido la lágrima más triste que había derramado cada ser humano y las hubieran juntado todas en mis ojos. La poción de la tristeza cae sobre mi pupitre y la madera se oscurece con el líquido. Observo detenidamente la gota y me doy cuenta que de alguna manera empieza a aumentar de tamaño. El agua adquiere el tamaño de un charco y se derrama por los bordes de la mesa. Parece que nadie se percata, pero yo sé lo que hacer. De alguna manera sé lo que debo hacer. Me pongo en pie sobre la silla y salto sobre el charco. 

Sabía que iba a viajar a otro lugar, pero la situación fue algo inesperada. Al abrir mis ojos, me encuentro en una sala de estar que principalmente es de madera. Estamos a oscuras, de noche, y el termómetro de mi móvil indica la temperatura: dos grados. Mis manos moradas no dejan de temblar exagerada y a la vez endeblemente. Hay una familia conmigo, están todos abrazados intentando retener calor. El niño más pequeño deja de respirar. Su madre le toma el pulso y no deja de gritar en toda la noche por la tristeza. Yo no dejo de maldecir a mi poderosa pero peligrosa empatía sentada en la cómoda silla de mi colegio en Tenerife.

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