Entra a la sala y encuentra mi mirada, todo lo que nos rodea deja de existir. Tiene esa capacidad de entenderme incluso cuando no hablo, entiende mis silencios, entiende mi mutismo. Entiende cada vez que una pequeña herida se reabre, sabe entonces cómo sostenerme entre sus brazos. Cuando el cielo está cubierto por nubes grises, no duda en acogerme bajo su paraguas.

Su mirada me fascina, pero, ¿tanto como su mente? Me doy cuenta que le miro, y me sumerjo por completo en sus ojos. Navego por ellos cual barco a la deriva, me acogen en su inmutable paz. Yo, fiel admiradora de los atardeceres, me doy cuenta de que estos carecen de sentido cuando sus ojos brillan más que todos los ocasos a contemplar.

Sabe cómo contagiarme su alegría, su alborozo hace que mi sonrisa sea un poco más amplia. He de admitir, llegó y rompió todos mis esquemas. Derribó todas mis murallas, se abrió paso a mi corazón.

Nunca creí que podría enamorarme de un momento, pero he de reconocer que me fascinan esos segundos, donde entre todo nuestro caos, me mira y el tiempo se para. El tiempo se para, me sonríe y no puedo hacer más que sentirme afortunada.

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